No por primera vez, una estupenda entrada de Manuel Gil en su blog @ntonomias libro, en la que habla sobre la absurda pretensión de bloquear geográficamente la venta de libros electrónicos, más absurda aún si cabe en el caso que él describe, en el que la editorial que ostenta los derechos ni siquiera publica el título (o títulos) en cuestión en los territorios en discordia, me sirve de inspiración para escribir aquí. La situación de la que Manuel Gil habla me ha hecho reflexionar sobre lo absurdo también de las dos corrientes de pensamiento contradictorias que a menudo me encuentro en referencia al libro digital.
Por una parte, existe un discurso (y una actitud) que tiende a equiparar el ebook al libro de papel coma por coma, intentando asimilar de forma más o menos burda los procesos que rigen al segundo, como la distribución, el reparto de beneficios, o incluso la producción, al primero. Se pretende que la distribución funcione igual, con el mismo planteamiento y estructura, los mismos márgenes, las mismas deficiencias. Intentamos que su paso por las bibliotecas siga exactamente el mismo patrón: si un libro de papel se estropea al cabo de veinte usos, yo solo admitiré veinte préstamos de mi libro digital, propusieron algunas editoriales. Se limitan los derechos de venta a determinados territorios, independientemente de que la distribución se pueda hacer con alcance mundial. O incluso, como ya he comentado en este mismo blog en otra ocasión, queremos abrir el mercado de segunda mano a un producto que no se desgasta con el uso y que puede copiarse infinitamente con la misma calidad que el original. Y no quiero decir con esto que los consumidores no tengan derecho a revender sus bibliotecas digitales, sino que las condiciones son distintas y es necesario encontrar un marco nuevo que las tenga en cuenta.
Y por la otra parte nos encontramos con una corriente negacionista, como yo la llamo, que afortunadamente cada vez sigue un menor número de gente aunque continúa teniendo algunos adeptos dentro del sector editorial, que afirma que el ebook no es un libro, nunca será un libro, ni se le parece ni puede ser considerado como tal.
En mi opinión, ambas posiciones son equivocadas (aunque una más que otra, me atrevería a decir) y corren el riesgo de hacernos perder la perspectiva de lo que el libro electrónico nos brinda: un nuevo formato en el que disfrutar del placer de la lectura y que además nos ofrece toda una nueva gama de posibilidades. Enriquecimiento de la experiencia de lectura, innovación narrativa, accesibilidad para las personas con discapacidades, distribución inmediata y universal, facilidad de acceso a otras lenguas y culturas... No las limitemos por ese intento de reducirlo a lo conocido, posiblemente derivado de nuestra propia resistencia a aceptar lo nuevo.
Por una parte, existe un discurso (y una actitud) que tiende a equiparar el ebook al libro de papel coma por coma, intentando asimilar de forma más o menos burda los procesos que rigen al segundo, como la distribución, el reparto de beneficios, o incluso la producción, al primero. Se pretende que la distribución funcione igual, con el mismo planteamiento y estructura, los mismos márgenes, las mismas deficiencias. Intentamos que su paso por las bibliotecas siga exactamente el mismo patrón: si un libro de papel se estropea al cabo de veinte usos, yo solo admitiré veinte préstamos de mi libro digital, propusieron algunas editoriales. Se limitan los derechos de venta a determinados territorios, independientemente de que la distribución se pueda hacer con alcance mundial. O incluso, como ya he comentado en este mismo blog en otra ocasión, queremos abrir el mercado de segunda mano a un producto que no se desgasta con el uso y que puede copiarse infinitamente con la misma calidad que el original. Y no quiero decir con esto que los consumidores no tengan derecho a revender sus bibliotecas digitales, sino que las condiciones son distintas y es necesario encontrar un marco nuevo que las tenga en cuenta.
Y por la otra parte nos encontramos con una corriente negacionista, como yo la llamo, que afortunadamente cada vez sigue un menor número de gente aunque continúa teniendo algunos adeptos dentro del sector editorial, que afirma que el ebook no es un libro, nunca será un libro, ni se le parece ni puede ser considerado como tal.
En mi opinión, ambas posiciones son equivocadas (aunque una más que otra, me atrevería a decir) y corren el riesgo de hacernos perder la perspectiva de lo que el libro electrónico nos brinda: un nuevo formato en el que disfrutar del placer de la lectura y que además nos ofrece toda una nueva gama de posibilidades. Enriquecimiento de la experiencia de lectura, innovación narrativa, accesibilidad para las personas con discapacidades, distribución inmediata y universal, facilidad de acceso a otras lenguas y culturas... No las limitemos por ese intento de reducirlo a lo conocido, posiblemente derivado de nuestra propia resistencia a aceptar lo nuevo.
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