En Febrero del 2013 escribí aquí, en el blog de sinerrata, mi última entrada sobre la creación literaria. Lo que eso significa para mí o, al menos, cómo lo vivo yo. Hizo falta que pasara más de un año para que sintiera que tengo algo nuevo que aportar. De modo que ésta es también una confirmación —adicional— de que para aprender a escribir, primero que nada, hace falta paciencia. Paciencia y constancia. Las ideas van madurando a su propio ritmo y cada cual tiene el suyo. En mi caso, las ideas se van cociendo a fuego lento y, en muchos casos, es la misma originaria pero más armada o con un concepto agregado.
En esta entrada retomo desde mi experiencia personal (nada más personal que la experiencia), el tema de la valentía.
En el libro Cómo se lee a un buen escritor (Prose, F., Madrid: Critica, 2007), la autora presenta a la escritura como un acto de valentía:
"El temor a escribir mal, o a revelar algo que uno preferiría mantener oculto, a perder el beneplácito de los demás, a quebrantar nuestros propios valores, o a descubrir algo de uno mismo en lo que, simplemente, no había reparado, son sólo algunos de los fantasmas que acechan al escritor lo suficiente como para preguntarse si no sería mejor encontrar algún empleo limpiando ventanas de rascacielos [...] El lector y el escritor en ciernes pueden contar con el ánimo que infunden todas las obras que han sido escritas sin la menor inquietud respecto a lo extrañas o arriesgadas que pudieran resultar, ni a lo que la madre del escritor en cuestión habría pensado si las hubiera leído".
Mi primera novela, Allí donde el viento espera —publicada por editorial sinerrata que tan valientemente se animó a apostar por mí, una total desconocida—, cuenta con una escena en la que la protagonista rememora la primera vez que se masturbó cuando tenía 9 años, sin saber qué era con exactitud lo que hacía. A los cuarenta y nueve y a los cincuenta años, Ana, así su nombre, se sigue masturbando. (Y no, no es una novela erótica.) Escribir estas escenas fue bastante perturbador, porque una se cree una mujer liberada y habla de sexo como quien lee el periódico, pero cada vez que pela una banana frente a un hombre se siente intimidada.
Todo venía bien hasta que mi padre me dijo que quería leer la novela, antes incluso de su corrección y publicación, cuando ni siquiera tenía editora. Mi primer impulso fue entregarle una copia escondiendo estas escenas o borrar esos párrafos directamente del manuscrito final.
A los dieciséis una tiene las agallas de plantársele al padre en la cara y decirle "no sos quién para decirme qué debo hacer con mi puta vida, yo soy libre" —en el fondo es lo que se espera que hagamos—, pero cuando una crece, y encima es madre, comprende que la libertad a esa edad consiste en algo mucho más básico, como poder decir pelotudeces y que nos acepten de regreso en casa por la noche, o la madrugada del día siguiente o dos días más tarde, y nos proporcionen comida, abrigo y techo sin humillarnos por nuestros desaciertos.
Pero yo ya estoy grande y no tengo ya el valor de decirle a mi padre ciertas frases. De modo que mostrarle aquel texto no resultaba difícil solo por mis tabúes: era una situación para la que no estaba preparada. No había pensado en mi padre al escribirlas. Mi vergüenza se había relacionado en exclusividad con esos posibles lectores lejanos que, quizá, ni siquiera existían.
Fue entonces cuando me dije a mí misma que si no tenía el valor para escribir lo que yo creía importante, si no era capaz de contar lo que había venido a contar, mejor sería que optara por dedicarme a otra cosa.
Quizá fue la necesidad de probarme a mí misma que soy capaz de hacerlo, el desafío que me impongo cinco veces a la semana aun cuando no siempre salgo airosa de estos retos, lo que me dio la fuerza. ¿Qué podía pasar?
Hoy, seis meses después de que la novela fuera publicada y habiendo tenido la suerte de recibir buenas reseñas, después incluso de haber llegado a más lectores de los que creí posibles, y aun cuando nadie ha hecho mención a estos párrafos, son estos los que más recuerdo. En conclusión, no sé si escribir es un acto de valentía. Pero se le parece bastante.
Escribir, cuando implica desnudar el alma, es sin duda un acto de valentía. Y uno que los lectores agradecemos.
ResponderEliminarLucía, Solo agradecerte y aprovechar para enviarte un saludo.
EliminarEscribir es exponer y exponerse. Por supuesto, es un acto de valentía.
ResponderEliminarUn saludo.
Y yo sé que tú sabes de lo que hablas, José Antonio. Un saludo.
EliminarEstupendo texto, pienso que tiene razón en todo. Muy a menudo la gente no quiere compartir sus escritos, incluso aunque no tengan escenas "comprometidas". A mí me ha pasado, me sigue pasando, a decir verdad, pero intentaré recordar tus palabras.
ResponderEliminarMarina,
EliminarA veces ayuda tener presente que no somos tan importantes (a mí me sirve) y que si escribimos algo y a nadie le gusta, no pasa nada. Nadie se muere, nosotros tampoco, y el mundo sigue girando. Hoy no les gusta, mañana tampoco. Quizá mañana sí. ¿Cómo saberlo si no lo mostramos? Mucho éxito.
Un saludo.
Escribir debe ser, ahora que te leo, como para una mujer pelar una banana frente a una horda de hombres. El temor a la censura, a la mala interpretación, también a la descalificación gratuita y sin argumento. Enfrentarse a quien dice de qué forma deben ser las cosas.
ResponderEliminarPor suerte, vos ya pelas bananas sin reparar en los casuales espectadores. Un abrazo.
Darío,
EliminarHasta el día de hoy no me atrevo a escribir como vos. Debe ser que vos pelás más bananas que yo.
Un abrazo.
Pues si fuiste valiente escribiendo eso, yo diría que todavía fuiste más contándolo ¿o no?
ResponderEliminarEs curioso ver cómo uno se desnuda con las palabras. Por eso para mí esa será siempre tarea imposible.
Besos, Maia.
Blue,
EliminarEs una pena porque, como ya te dije una vez, algo me dice que lo harías muy bien. Y lo poquitito que nos mostraste, aquella entrada en tu blog, me gustó muchísimo.
Besos inmensos.
La prueba del padre puede haber hecho que se pierdan talentos literarios sin cuento. Todas esas peladoras de bananas, avergonzadas de exponerse ante la opinión del patriarca y disfrazadas bajo seudónimo, ay, señor. Si en alguna otra vida fuera escritor mis padres serían los últimos en enterarse, jaja. Besoxx.
ResponderEliminarFrankie,
EliminarLas antiguas pelabananas no tenían más remedio que disfrazarse bajo seudónimo y hacerlo a escondidas porque el patriarca les tenía prohibido no solo publicar libros sino leerlos. Debe ser que eran los hombres los que temían qué ocurriría si una mujer les pelaba la banana en público. Besos
Al final lo leyó tu padre? te dijo algo?
ResponderEliminarPeor hubiese sido que se lo ocultes a tu marido.
Abrazo y siempre es un gusto leerte.
RSA
RSA,
EliminarMi padre dijo que le resultó un tanto difícil leer estas escenas porque para él yo siempre sería una niña, pero que estaba orgulloso de mí.
Abrazos y gracias !
Es indudable que escribir es un acto de valentía por superar las rémoras que nos vienen impuestas por la familia, la sociedad, la cultura y ¡cómo no! la religión... y es que siempre se "escapa" algo personal en cada personaje que se crea, es inevitable, pero superar que mucha gente piense que cada vivencia del personaje es propia del autor supone un esfuerzo casi hercúleo (a ti ya te ha pasado con algunos relatos que nos has compartido en el blog y sabes de qué hablo).
ResponderEliminarMe gustó esta entrada.
Beso
Lupi,
EliminarTal cual. Sé bien de qué me hablas. Un beso y abrazos !