Lo que he de tratar en esta nueva entrada surge como resultado de un pensamiento que estuvo rumiando en mi mente por varios días. Como de costumbre, el deseo de abordar estas entradas desde un punto de vista lo más general posible, libre de mis prejuicios y opiniones, cae en saco roto: yo no soy más que mi experiencia personal, mi percepción de las cosas, asistida por la interacción con los otros pero siempre desde mí.
Por circunstancias que no vienen al caso, he tenido oportunidad de acercarme en el último tiempo a personas con trastornos del espectro autista. Temo estar diciendo una tontería (mis conocimientos médicos del asunto son nulos) pero, estando con ellos, se me pasó por la cabeza que compartimos ciertas características de comportamiento: la obsesión por la perfección absoluta en los detalles, la capacidad de volverse isla aun rodeados de cientos de personas, el sobresalto ante movimientos repentinos y la falta de herramientas para explicar por qué nos molesta tanto que nos interrumpan cuando estamos concentrados en algo. Quizá la diferencia está en la medida de autocontrol que cada uno tiene, nada más. He pensado que lo único que diferencia a los individuos con ASD y un escritor comprometido con su obra es, hasta cierto punto, la capacidad de decidir cuándo y cómo aislarse (recién ahora, al escribirlo, me doy cuenta que el verbo aislar contiene la isla en sí).
El autismo como clasificación es víctima de la incongruencia que sufre casi todo intento de definición: la realidad vence la rigidez de las mismas y cada "caso" acaban cayendo en la frontera brumosa de aquéllas. Es lógico que así sea. Sin embargo, a grandes rasgos, dicho síndrome afecta la capacidad para comunicarse y relacionarse con los demás. La persona con autismo tiene un mundo interior que le cuesta comunicar (a veces le resulta incluso imposible), tiende a comportamientos repetitivos, a la sistematización de conductas y al cumplimiento de rutinas específicas. Los síntomas pueden oscilar entre leves y muy severos. Así que, teniendo en cuenta todo esto, no pude evitar preguntarme en varias oportunidades si no tendría yo cierta clase de autismo y simplemente no lo sabía. O quizá alguien lo supiera y jamás me lo había dicho.
Busqué señales que certificaran mi sospecha pensando en ciertos ritos personales. Encontré algunas: me siento enloquecer si durante el día no dispongo de un tiempo para mí, a solas, sin que nadie me moleste ni me hable y a veces cuando me hablan no consigo escuchar lo que me dicen porque estoy en otro sitio, escribo siempre en la misma postura y en el mismo rincón (a pesar de que podría ir eligiendo sitios más adecuados según la dinámica familiar), soy reacia a las sorpresas y me cuesta horrores escribir en el desorden. Mi mente simplemente no funciona bien en determinados ambientes. Si estoy escribiendo y me hablan suelo no escuchar o no contestar y la sensación que percibe mi cuerpo es de agresión o violencia. No lo puedo evitar. Pero me controlo, obviamente. Si no escribo durante varios días mi estado anímico se descompone y me siento nerviosa.
Llegado a este punto, ustedes se deben de estar preguntando, con razón, por qué les estoy contando todo esto y qué tiene que ver con la creación literaria. Pues lo traigo porque creo que existe algo común en todos los que elegimos determinados oficios o profesiones, sobre todo en aquellos que exigen de una gran capacidad de abstracción. Imagino que habrá estudios al respecto, lo cierto es que hasta allí no he investigado. Poco profesional lo mío...
Lo que quiero decir es que, al evaluar tus capacidades técnicas como escitor, debes también tener en cuenta que el oficio exige de un carácter determinado y de la capacidad de transformar nuestras debilidades en herramientas útiles.
Si eres una persona que no se siente cómoda en soledad, si te sientes tentado a dejar la escritura para pasarlo fenomenal con tus amigos cuando te llaman por teléfono y te anuncian que se van a una fiesta, si siquiera lo dudas, si nunca te ha ocurrido que pierdes la noción del tiempo cuando escribes o se te ha pasado de largo la hora de la comida por encontrarte inmerso en el desarrollo de la historia, si jamás has sentido que en lugar de estar haciendo tal cosa podrías estar escribiendo, si nunca te sentiste culpable porque mientras tus hijos se aburrían (en caso de que los tengas) tú no conseguías dejar de teclear, tienes suerte y puedes sentirte aliviado: eres una persona absolutamente normal y, probablemente, hasta consigas ser feliz. Pero, en mi humilde opinión, lo más probable es que no seas escritor.
Nunca lo había pensado, pero es cierto que algo tenemos que tener si es que nos inclinamos por escribir y no hacer otras cosas. Biquiños!
ResponderEliminarCris, gracias por tu comentario. Un abrazo.
Eliminar¿Eres consciente de la madurez -lingüista y literaria- que han alcanzado tus escritos?... no pierdas el tiempo comprobándolo con otros pasados; ya te lo digo yo. Y palabra de honor que no es "pasión" de amiga.
ResponderEliminarPor otro lado, yo, aunque no tengo ni sombra de escritora, también tengo mis manías: siempre escribo con estilográfica y en papel reciclado. Soy incapaz de "crear" nada en un cuaderno por estrenar :o (afortunadamente tengo un hermano que me hace cuadernillos con papel usado).
Un abrazo
Lupi, sonará para ti a falsa modestia, pero no, no soy consciente de ninguna madurez linguística (discúlpame la falta de diéresis), sí veo avances en el manejo de la forma, pero no mucho más. Será que cuanto más sé, veo todo lo que me falta. Me mata la falta de vocabulario, ese es mi gran complejo.
EliminarManías tenemos todos, supongo. Habrá que ver qué significa ser normal...
Besos y abrazos.
La relación no es descabellada en absoluto. "La literatura es esencialmente soledad. Se escribe en soledad, se lee en soledad --Dice Paul Auster, para terminar con un acierto esperanzador--: y, pese a todo, el acto de la lectura permite una comunicación entre dos seres humanos.”
ResponderEliminarEscribir es, sin duda, un acto que bien puede emparentarse con ciertas características autistas (ejemplos de ello hay muchos; son varios los autores que han explicado sus rituales al respecto).
Con lo que disiento, al menos en parte, es con el énfasis del párrafo final. Tenemos el caso de Onetti (es el que se me ocurre ahora) quien decía que escribía "cuando tenía ganas". Para él hacerlo a diario o por obligación era impensable. ¿Tal vez sea la excepción que confirma la regla? Habria que ver...
Abrazo.
Borgeano.
Borgeano,
EliminarLa soledad de la que habla Auster (y de la que han hablado tantos otros) es muy difícil cuando recién empiezas; no solamente por la soledad en sí sino por la incertidumbre del futuro de ese texto y su valor literario. Pero este ya es otro tema.
Onetti, y otros muchos, escribían solo cuando sentían ganas. Pero Onetti, por ejemplo, vivió los últimos 20 años de su vida metido en su casa, la mayor parte del tiempo en su cama pues escribía acostado, dedicado a la escritura. Era una persona ermitaña y arisca, de poco trato social, poco dado a la comercialización de su alma.
Un abrazo.